Vecinos, de Jan T. Gross


Documentar el horror

No cabe duda de que, para escribir este libro, se ha realizado una tarea en archivos y centros de documentación importantísima por parte de GROSS, Jan T. Vecinos. El exterminio de la comunidad judía de Jedwabne. Barcelona: Ed. Crítica, 2002, pról. de Jorge M. Reverte; el original en inglés se publicó en 2001. ¿Cómo he llegado hasta él? Pues porque el expurgo y reordenación de mi biblioteca personal para poder pintarla no deja de depararme sopresas. Desastre como soy, suelo anotar en la página de respeto la fecha y el lugar  donde compro el libro. En el ejemplar no había ninguna anotación y mi memoria no quiere recordar por qué o dónde y cuándo lo compré, ni por sugerencia de quién. He necesitado diez años para abrirlo y adentrarme en el horror que su subtítulo anuncia. 


Jan T. Gross (Varsovia 1947) es catedrático de Ciencias Políticas y Estudios Europeos en la universidad de Nueva York. Se hace necesario destacar este detalle  porque su obra no es una narración al uso, sino más bien un trabajo de investigación muy profesoral, muy universitario, plagado de referencias al pie, con confrontación documental de todo aquello que se expone. Hijo de padre judío y madre aria (el matiz no es baladí, como se verá a continuación), ambos polacos, emigrados después de la II Guerra a los USA, es otro dato también importante para entender la postura desde la que ha investigado y cuenta.


El cliché al que estamos acostumbrados habla de lo malos que fueron los nazis y del exterminio programado que llevaron a cabo de los judíos europeos que habitaban el territorio por ellos controlado, la conocida como "solución final". Sin embargo Gross comienza a husmear en   revistas y periódicos de la época, archivos judiciales con documentación sobre procesos, fondos históricos, documentación municipal, revisa viejas fotos, se asombra ante los testimonios de algunos sobrevivientes que aparecen el filme de Agnieszka Arnold, de carácter documental ¿Dónde está mi hermano Caín?



Y su asombro teñido de horror va creciendo al comprobar que en un pueblecito polaco cerca de la frontera con la actual Bielorrusia, Jedwabne (no llegaba a los 3.000 habitantes la comunidad), sometido primero al ejército soviético y luego al alemán, se produjo en el verano de 1941 una matanza de 1.600 personas de origen judío, aunque con muchos siglos de historia como polacos a sus espaldas. A los primeros los apedrearon o los mataron a golpes. A otros los ahogaron en los lagos próximos. Y como quedaban muchos y la tarea se hacía enorme, acabaron juntándolos en un pajar y prendiéndole fuego. Allí muriron todos abrasados. Se salvaron siete que fueron acogidos por una familia que no quiso participar en el pogromo.


 Hasta el año 2001, la responsabilidad de la matanza de Jedwabne se había atribuido a la atrocidad nazi. De la búsqueda documental  y documentada de forma exhaustiva se  pone de manifiesto que la matanza se produjo a manos de los convecinos. Con el alcalde a la cabeza y sin que aparentemente la gendarmería alemana interviniera, armados con hachas, palos con clavos y barras de hierro, sacaron a sus vecinos judíos de sus casas, y persiguieron y asesinaron a quienes intentaban escapar. ¿Qué pudo llevar a esta atrocidad? Ésa es la pregunta que sobrevuela el libro y a la que el autor pretende encontrar respuesta. Como suele suceder en Historia, las razones suelen ser multicausales: hay una primera que seguramente es a la vez previa a la comisión del asesinato colectivo "Se ha apoderado de la gente una desmoralización  terrible por lo que respecta a los judíos. Son presa de una verdadera psicosis y emulan a los alemanes al no ver en los judíos a seres humanos, sino a una especie de alimañas" (pág. 150, la cursiva es mía). Sin ese punto de vista es imposible la atrocidad.


Pero hay otras razones históricas largamente larvadas en el inconsciente colectivo y alimentadas por quienes desde siempre han considerado a la judía una raza maldita. No podemos olvidar que Polonia ha sido siempre un país con una base católica muy fuerte (ahí está Wojtyla, primer papa no latino) y que para la clerecía católica, tan conservadora, los judíos siempre han sido los causantes de la muerte de Jesús de Nazaret. Había toda una leyenda negra sobre sacrificios rituales de niños cristianos por parte de los rabinos en sus ceremonias secretas. Y esto venía de siglos. A ello habría que añadir que la invasión previa por las tropas soviéticas había puesto en general a su favor a los hebreos, temerosos de la amenaza nazi. Se les podía acusar, pues, de colaboracionismo. Súmese que en cualquier conflicto civil se dirimen viejos odios y envidias viejas. Es el momento de poner al día la lista de agravios (no hace falta recordar nuestra Guerra "incivil").  Por último, y no menos importante, la posibilidad de cobrarse un buen botín, perteneciente a los que nunca reclamarán sus pertenencias. Todo junto con la ausencia de una autoridad militar o civil todavía no instalada definitivamente, que tal vez hubiera podido plantear algún control al desastre. "Fueron unos polacos normales y corrientes los que mataron a los judíos... Eran hombres de todas las edades y de las profesiones más diversas; a veces, familias enteras, padres e hijos actuando al unísono; buenos ciudadanos, diríamos (si el sarcasmo no estuviera fuera de lugar, dado lo espantoso de sus actos), que respondieron a la invitación de las autoridades municipales. Y lo que vieron los judíos, para mayor espanto y, diría yo, desconcierto suyo, fueron en todo momento rostros familiares. No a hombres anónimos de uniforme, piezas de una maquinaria de guerra, agentes que se limitaban a cumplir órdenes, sino a sus propios vecinos, que decidieron matarlos y participaron en un pogromo sangriento; es decir, a una serie de verdugos voluntarios" (pág. 116, el subrayado es mío).


Tan terrible conclusión no puede dejar de ser polémica, en parte porque la muy conservadora sociedad polaca aún no ha asumido su parte de responsabilidad en el genocidio judío. De hecho tienden todavía a echar la culpa a las autoridades alemanas del momento en el pueblo. Las consideraciones de Jorge M. Reverte en el prólogo son de obligada lectura. A mí, que no soy especialista en nada, la lectura de estas páginas, carentes de adornos retóricos, me ha traído a la mente otras matanzas de civiles efectuadas por sus conciudadanos, leídas por mí en la prensa a lo largo de mi vida: Ruanda, Sudán, la antigua Yugoslavia que después visité y en la que todavía quedaban rastros de incendios y balas en las paredes. Gentes que no habían prestado atención hasta el momento del horror, a los apellidos, a la religión que practicaban, al clan al que se pertenece, a la lengua materna de origen..., elementos que de repente se convierten en motivo de acoso, persecución y derribo. Basta que un cabecilla señale con el dedo al diferente y se inicie la cacería. Otra de las terribles conclusiones a las que uno puede llegar es que simplemente la gente hace las cosas, por espantosas que nos puedan parecer, cuando creen que pueden hacerlas y que no tendrán que pagar por ello.

José M. Mora.

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